La Universidad es sin duda, entre los muchos momentos de lucidez del pensamiento, el mayor patrimonio institucional en la historia de la humanidad. Desde su nacimiento ha estado íntimamente ligada a dos principios que han sido baluartes de su propia definición, a saber: 1) su soberanía incondicional y excepcional respecto a los poderes (ya sean religiosos, reales, políticos o económicos); y 2) la libertad de enseñanza e investigación (con independencia a un finalismo pragmático pre-programado). Sin embargo, el apego a esos principios que definen su sustancia, al configurarla como otra forma de poder (precisamente, la del poder liberador que sólo puede dar la responsabilidad de la conciencia), la ha llevado a estar en tensión constante con todos los avatares del poder fáctico, pues como pensaba Platón, “todo lo grande está en medio de la tormenta”.