La Universidad es sin duda, entre los muchos momentos de lucidez del pensamiento, el mayor patrimonio institucional en la historia de la humanidad. Desde su nacimiento ha estado íntimamente ligada a dos principios que han sido baluartes de su propia definición, a saber: 1) su soberanía incondicional y excepcional respecto a los poderes (ya sean religiosos, reales, políticos o económicos); y 2) la libertad de enseñanza e investigación (con independencia a un finalismo pragmático pre-programado). Sin embargo, el apego a esos principios que definen su sustancia, al configurarla como otra forma de poder (precisamente, la del poder liberador que sólo puede dar la responsabilidad de la conciencia), la ha llevado a estar en tensión constante con todos los avatares del poder fáctico, pues como pensaba Platón, “todo lo grande está en medio de la tormenta”.  

Especialmente, tras el paso de la Universidad de las élites a la universidad pública, las razones por las que el poder debería financiar una entidad soberana y libre han sido motivo de cuestión. Sobre todo porque frente a la Universidad privada y a los centros de investigación avanzada, la Universidad pública se opone al modelo de gestión que vampiriza la vida de los jóvenes. Pues la institución de educación superior pública, es la antípoda incómoda para ese sistema educativo que transita hacia una forma empresarial o corporativa de la educación, en la que un finalismo inmediato a ultranza invita no a formar personas, sino a certificar profesionales que puedan robustecer el capital. He ahí, me parece, la razón de fondo por la que un sistema político-económico como el que reina en nuestro tiempo, mantiene en la precariedad a la Universidad pública. Porque cumple con dos criterios: a) por un lado, con la formación libre y universal y; b) por otro, con la transformación social. Y no hay nada más molesto para el poder político que esa situación, pues como en su momento lo señaló el premio Nobel de Economía 2001 Joseph Stiglitz: “la desigualdad es una opción política y no una necesaria consecuencia económica”.

Por el contrario, la inversión en educación superior pública sí es un detonante necesario para el bienestar económico y para la conformación de una nueva y más próspera condición de la sociedad. Por eso es a ésta, a la sociedad, a quien debe apelar la Universidad pública, y no a los políticos, porque no podemos olvidar que ellos, aunque ocupan una curul en el Congreso o firman detrás de un despacho coronado por un escritorio tallado en madera fina, no son sino los primeros entre los empleados de la sociedad. Y es a ella y no a nadie más a quien sirve la Universidad pública.

Porque en un tiempo como el nuestro en el que hemos pasado a una nueva forma de explotación que bien podríamos denominar con Franco Berardi el “capitalismo cognitivo”, una institución libre y autónoma, capaz de transformar su entorno, resulta de una necesidad suprema. Ya el lúcido Marx en los Grundisse supo verlo cuando apuntaba que luego del capitalismo industrial y post-industrial vendría la apropiación de la producción de saber. Nosotros estamos viviendo ese momento en el que el conocimiento se aleja de esa bella utopía que puede considerarlo “patrimonio de la humanidad”, mientras se acerca peligrosamente a un esquema de agenciamiento económico-político al que sólo se opone la Universidad pública.

Y es que las razones de esa oposición se sintetizan en una condición de la cual sólo la institución de educación superior al servicio de la sociedad puede ser su custodia. Estoy pensando en esa noción que identificamos como reapropiación social del conocimiento y que alude a la defensa del carácter colectivo de la producción de saber. Porque la Universidad pública no impacta en su entorno solamente con la generación de extraordinarios profesionistas (pues eso podría darse también en la educación privada) sino que trasciende a su tiempo y a su espacio por el tipo de profesionales que forma. Los universitarios de instituciones públicas se distinguen de otros porque entiende el conocimiento como parte de un patrimonio inmaterial colectivo, al que hay que defender de toda intención de privatización burocrática, patentada, indexada, clasificada, que por ende se anexaría sin más al circuito de producción del capital.

En la Universidad pública se enseña y se investiga con esa conciencia social del conocimiento; lo que hay que entender bajo la prerrogativa que le devuelve devolverle al trabajo cognitivo su fuente colectiva, su naturaleza común. Por eso y no por otra cosa la Universidad pública le pertenece a la sociedad. Por ello y no por una simple ocurrencia es que nos congregamos aquí. Porque una sociedad que no honra y no respalda a su universidad es una sociedad fallida, y es una sociedad condenada a la esclavitud del poder y del capital.

De ahí que los profesores universitarios nos pronunciemos a favor de una una institución financieramente viable que sea capaz de cumplir con sus funciones sustantivas. Muchos de nosotros hemos desarrollado una carrera académica y una vida gracias a la universidad pública de México y el extranjero. Por eso estamos convencidos de que la Universidad es un pilar en la construcción de una cultura del esfuerzo con la que nos sentimos identificados y es por ello que levantamos la voz en aras de conservar este espacio que transforma realidades de manera radical.

Ya que en la Universidad pública se forman jóvenes que transforman su vida y la de su entorno. Porque conciben el conocimiento como función social y para el cuerpo social, por más abstracto o extraño que pudiera parecer su materia de estudio. Pues sólo en el espacio de la educación pública puede cumplirse aquello que Fernando Pessoa en voz de Álvaro de Campos nos cantaba con poesía excelsa: “que el binomio de Newton es tan bello como la Venus de Milo, sólo que muy pocas personas pueden verlo”. Pues bien, la Universidad pública se encarga de que sean más quienes puedan verlo. Porque aquí se forman ingenieros que aprenden a levantar puentes que puedan llevarnos hasta esa otra orilla en la que una humanidad más justa es posible; aquí se forman médicos que saben que no hay analgésico que palie el dolor de la desigualdad porque ésta hay que extirparla de tajo; aquí estudian abogados que se aferran a las llaves de la justicia frente a todos aquellos que quieren usar ganzúa; aquí estudian artistas que saben que no hay belleza mayor que la de un mundo que elimina las fronteras; aquí se forman literatos y lingüistas que saben que Babel no nos separa sino que nos enseña a amar en distintas lenguas; aquí estudian informáticos que aprenden a programar el algoritmo para pensar en libertad.

Esta es la razón por la que la Universidad pública necesita un presupuesto justo: por la dignidad de la sociedad a la que se debe, por el futuro del país al que transforma y por la conciencia abierta y libre a la que apela. Y es que como decía el gran Rector de Salamanca don Miguel de Unamuno, “antes la verdad que la paz”. Y la verdad es que ahora mismo, los universitarios estamos en una situación par a la de Odiseo que perseguido por la furia de Poseidón y náufrago en sus propios dominios, no podía confiar en los dioses y sólo podía ser salvado por ellos. Afortunadamente no todos los olímpicos eran sus enemigos. Y quizá como pasa con el hábil Odiseo, de entre todos aquellos que ahora mismo mantienen a la Universidad pública en una condición precaria e infamante, haya algunos que puedan oír la razón y devolverle al pueblo lo que es del pueblo. Porque de lo contrario, como ha sabido ver el filósofo francés Michel Henry, la destrucción de la universidad pública sería una característica más de una contemporaneidad que podría decirse situada en el horizonte de la más lamentable barbarie. Y eso no puede ser. Por eso compañeros, ¡que viva la Universidad!  

Mtro. Francisco Cerón
Srio. Asuntos sindicales y conflictos 
Comité Ejecutivo 2018 - 2020