En
este marco, el final del siglo XX ha significado para la América
Latina la no resolución de sus problemas más elementales
y sí, por el contrario, crecieron considerablemente otros,
como la pobreza, la miseria, la marginación, la injusticia
social y política. El tan aspirado desarrollo no se alcanzó
ni se ha alcanzado, pero sí se han profundizado, de manera
aguda, las desigualdades en diversos órdenes y niveles. Esto
quiere decir que la globalización y la tecnificación
de las relaciones sociales y económicas se universalizaron,
como el proceso de desarrollo extensivo que se ha dado en llamar
‘el capitalismo-mundo’, lo que generalizó la
‘realidad formal’ y real inherente al mercado, a la
empresa, al aparato estatal, al capital, a la administración
de las cosas y de las gentes, de las ideas. El individuo aparece
más como un adjetivo que como sujeto. La razón ha
sido rebajada a la racionalidad funcional. Está puesta al
servicio de la valoración del dinero. Lo universal de la
razón occidental se presenta como un mero reflejo de la abstracción
real y objetiva del dinero. En este orden, las potencias centrales
determinan las políticas económico-productivas porque
las unidades que estructuran la política mundial siguen siendo
las mismas potencias y son, sólo ellas, las que establecen
“el orden mundial”. Ellas organizan y mantienen coaliciones
en diversos rangos, según sus necesidades actuales y futuras,
como lo hemos visto en el caso de Irak.
A
pesar de este panorama tan confuso y violento, la modernidad no
concluida, como lo menciona J. Habermas, exige la realización
de la antigua utopía humana, como el cumplimiento de la libertad
e igualdad de todos, la afirmación de los derechos humanos,
antiguos programas emanados del Cristianismo y de la Ilustración.
En este sentido, el tramo por recorrer es todavía muy largo,
donde la misma ‘modernidad’ la ha ido postergando, entre
otras razones, porque ha implicado, para su puesta en acto, un costo
muy alto que los poderosos no quieren ni están dispuestos
a pagar, como el hacer efectiva la igualdad de los seres entre sí.
Dicho de otra manera, para que se pueda realizar este programa,
se requiere de formas económicas transparentes y controladas
por la sociedad, esto es, la modernidad, entiéndase también
globalización, debería de adquirir un carácter
pendular, no cíclico y menos circular.5
Para
entender mucho de lo que ha pasado entre nosotros, de cara al fenómeno
que se viene analizando, es pertinente situar nuestra evolución
histórica, económica, social y cultural en el contexto
mundial, estudiando las modalidades de inserción que se han
dado entre nosotros. De antemano es pertinente dejar atrás
la tentación de imitar modelos económicos, sociales,
políticos y culturales de las naciones centrales, entre otras
razones, porque su realidad se explica, en parte, por nuestra propia
condición. Representamos la otra cara de la expansión
de occidente. En este sentido, la globalización es la internacionalización
del modo de producción capitalista, de sus servicios y de
sus expresiones civilizatorias. En consecuencia, se advierte en
este proceso su tendencia a generar poderes supraestatales, al mismo
tiempo ha forzado a los estados nacionales a aumentar su poder regulador
sobre sus propias economías, para que sirvan de intermediarios
en la coordinación de las iniciativas regionales.
Se
debe hacer notar que la economía ha dejado de ser el espacio
libre de intercambio mercantil de producción nacional, para
constituirse en un espacio privilegiado de complementación
de la producción y la circulación, orientadas al consumo
masivo. En este orden, la disyuntiva actual del desarrollo no se
encuentra en el papel del Estado o en la capacidad de competir internacionalmente,
sino en la elección sobre el tipo de capitalismo que se debe
aplicar de cara al desarrollo social que se pretende. Es evidente
que una elección, como la que se está planteando,implicaría
la combinación de la estructura básica del poder y
de clase para hacer posible la modificación de las prioridades
en materia de políticas públicas y favorecer a la
población en alimentación, vivienda, educación
y generación de trabajo; gestionar la economía y generar
las condiciones mínimas para una vida socialmente digna.
Es decir, nos enfrentamos ante la definición y toma de decisiones,
de no fácil asimilación, porque ello implicaría
un giro histórico y social de gran envergadura que sólo
en contadas, contadísimas ocasiones, se ha intentado en la
historia. No es necesario llamarlas de corte socialista o comunista
–para no herir castos oídos y sensibilidades ‘modernas’
o “democratizadoras”, como se les pretende llamar hoy
en día. En este sentido, la revolución tecno-científica
y el desarrollo de la automatización dan como resultado la
desmaterialización del trabajo vivo, en la mayor parte de
nuestras actividades directamente productivas, como son la producción
agrícola e industrial para abrir, en su lugar, una nueva
fuente de empleo en los sectores indirectos de producción
como las comunicaciones, la educación, la investigación,
la administración, los servicios y el turismo que, en sentido
estricto, no son actividades productivas. Es decir, ha comenzado
a darse una inversión en el patrón productivo que
puede tener consecuencias impredecibles y devastadoras.
Ahora bien, al final de la década de los ochenta, la controversia
sobre la posmodernidad había generado en la América
Latina una diversidad de reacciones a favor y en contra. Diez años
después se puede observar una reacción muy similar
en los intelectuales y los académicos latinoamericanos frente
a nuevos debates y, para el caso concreto: la globalización
y la poscolonialidad. En este sentido, una de las preguntas que
requieren ser contestadas, una vez más, es: ¿qué
se entiende por globalización y por poscolonialidad y sus
efectos en la identidad latinoamericana? Así pues, en este
inicio del siglo XXI y del Tercer Milenio, nos obligan a preguntarnos:
¿la globalización no será más bien una
moda pasajera? ¿No estaremos frente a un nuevo cambio de
estrategia ideológica de los países centrales en su
afán por legitimar su hegemonía y el orden internacional
que quieren imponer sin contrapesos?
Los cambios que ha generado la globalización han desencadenado
una discusión profusa en Latinoamérica, entre otras
tantas, en relación con las categorías histórico-culturales
que se habían venido utilizando. Esto es, la globalización
se muestra como una nueva forma de producción de la riqueza
que, desde la década pasada, ya se mostraba como omnipresente
en la esfera pública pero que no apuntaba al fin de la política,
sino más bien a la salida de lo político del marco
categorial del Estado-nacional, al que se ha hecho referencia, lo
que hace posible afirmar que las instituciones industriales que
parecían cerradas se desplieguen y se tengan que abrir al
discurso político.6
Desde
la óptica de Mario Magallón, la globalización,
independientemente de lo que la palabra pueda significar, es ante
todo un fenómeno tecnológico que cubre a la cultura,
a las relaciones sociales y, en general, a todas las formas en que
las sociedades funcionan. También debe agregarse que es un
proceso en la nueva estrategia de expansión capitalista que
afecta, de forma frontal, a las personas y no sólo a la riqueza
material. Globalizar, de ninguna forma significa, en el lenguaje
neoimperial, integrar y, mucho menos, humanizar o revalorar las
prácticas económicas, sociales, políticas y
culturales de los pueblos. Es exactamente todo lo contrario. Significa
desintegrar las economías nacionales para que se “incorporen”,
por la fuerza de la “competencia”, en un nuevo tipo
de mercado. La deshumanización es inevitable. Se busca que
los individuos concentren sus esfuerzos en el rendimiento, en la
competencia. Por lo tanto, la globalización nos ha enseñado,
no el valor de los seres humanos, sino la relación con lo
que producen. Es el triunfo de la mercancía sobre las personas,
como ya lo había mencionado Marx, el imperio de las cosas
y los objetos sobre los seres humanos, la fetichización en
pleno, lo que nos lleva a “aceptar” la nueva escala
de valores que ella misma promueve, donde los “valores”
son: la eficiencia, la eficacia, la competitividad, la calidad,
la productividad. Estas son las “virtudes” de la nueva
moral, si es que se le pueden llamar virtudes a eso.7
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