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LA PARTICIPACIÓN
DE LA REPÚBLICA DE INDIOS EN LAS FIESTAS PÚBLICAS,
VISTA A TRAVÉS DE TRES CRÓNICAS (1680, 1739 y 1821)
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M. en H. Oliva Solís
Hernández |
A través de los tiempos y en todas las
civilizaciones, las fiestas han sido una manifestación
de júbilo y, en la vida de los pueblos han ocupado y siguen
ocupando un lugar muy destacado en el calendario. Dada la importancia
que revisten, por su connotación religiosa o civil, es natural
que las autoridades, tanto religiosas como civiles, hayan tratado
de normar la forma ritual en que debían desarrollarse.
En las Primeras Ordenanzas de la muy noble y leal
ciudad de Santiago de Querétaro, aprobadas y confirmadas
por el Rey Felipe V de España, el año de 1733, se
detallaba, expresamente, el papel que correspondía desempeñar
a los, diputados de las fiestas y las fechas en que éstas
debían realizarse de manera obligatoria.
A las fiestas juradas, se añadían
las de los santos patronos, las fiestas de guardar del calendario
litúrgico en las que se incluían la semana santa,
la navidad y aquellas que se organizaban para celebrar un gran acontecimiento,
como podía ser la llegada a la ciudad de una personalidad
civil o religiosa; la dedicación de un templo; la promulgación
de una constitución o, hasta la construcción de una
obra considerada como de utilidad pública.
Pero,
¿que papel jugaba en estas fiestas la República de
indios?, ¿cuál y cómo era su participación?
Las crónicas, tanto coloniales, como las
del México independiente, nos han dejado la descripción
de la forma en la que los indígenas, como clase, participaron
en las fiestas.
Nos interesa, en especial, recuperar en este trabajo la manera en
que la república de indios participó en tres grandes
celebraciones: la dedicación del templo de nuestra señora
de Guadalupe en el año de 1680. Las fiestas que se celebraron
para conmemorar la llegada del agua potable a la ciudad de Querétaro
en 1738 y, por último, las fiestas que se realizaron con
motivo de la independencia de México.
Es necesario resaltar, sobre todo en el caso específico
de las dos primeras crónicas, que dado que intentan dar lustre
a la población y nos dan cuenta de los posibles disturbios
acaecidos.
La tercera descripción presentada como un
informe, procura, también, hacerle notar a la autoridad que
se han cumplido, a cabalidad, las reglas establecidas por lo que
todo aquello que haya ido en detrimento de la magen y responsabilidades
de las autoridades, queda en silencio.
Don Carlos de Sigüenza y Góngora,
uno de los científicos y literatos novohispanos más
destacados del período colonial, nos dejó en sus Glorias
de Querétaro una de las descripciones más hermosas
no sólo de la ciudad, sino de una fiesta pública celebrada
en Querétaro. Invitado por don Juan Caballero y Ocio, ilustre
benefactor de la ciudad, al dar cuenta de lo acaecido con motivo
de la dedicación del templo de nuestra señora de Guadalupe,
el autor va describiendo paso a paso los festejos, desde los desfiles
de carros alegóricos, hasta las corridas de toros, peleas
de gallos y certámenes literarios. En estas fiestas participó
toda la población de muy variada manera: la plebe se divirtió
con los buscapiés y trompillos; los hombres cultos se lucieron
en los certámenes literarios y los piadosos se cobijaron
bajo el manto de las grandes solemnidades litúrgicas que
se realizaron al efecto.
Y
para manifestar el regocijo que le causaba al General D. Antonio
Ramírez de Arellano, Justicia Mayor de la ciudad, el hecho
de que tal dedicación fuera durante su gobierno, invitó
a Don Diego de Salazar, Gobernador de la comunidad de indios, a
que presentase una mascarada para evidenciar el cariño que
la virgen de Guadalupe tiene por ellos.
Apunta Sigüenza que la mascarada estuvo dividida en cuatro
apartados: en el primero “que no tuvo cosa especial que mereciese
alabanza”, aparecieron los indios como en el tiempo de su
gentilidad, representando a los chichimecas. Tal representación
espantó a la concurrencia pues se mostraron “sin otra
ropa que la que permitió la decencia”, con los cuerpos
pintados, los cabellos desaliñados y con plumas, dando de
gritos y blandiendo sus arcos y macanas.
La segunda parte de la mascarada se inició
con el arribo de una compañía de indios ricamente
aderezados, a la usanza de los españoles, acto con el cual
quería representarse la conquista. Destaca aquí la
admiración que le causó al autor el ver el orden y
concierto con que realizaron su marcha, lo cual le hace decir que
“de ello puede inferirse, no ser incapaces de disciplina,
si acaso fuera necesario introducirlos a los marciales estudios”.
La tercera parte inició con la alegoría
de la fundación de la ciudad, apareciendo con ricos remedos
don Diego de Tapia, Xólotl y toda la genealogía de
los reyes chichimecas y mexicanos, para culminar con la presencia
de Carlos V, rey de España, en tiempos de la conquista.
Finalmente, hizo acto de presencia un carro ricamente
adornado en donde venía la imagen de la virgen de Guadalupe
a cuyos pies estaba postrada una niña representando, no sólo
a la nación indígena, sino a toda la América
española. Rodeaba al carro una danza, así como un
grupo de ancianos quienes, con sus instrumentos propios, cantaban
alabanzas “de elegantísimo estilo”.
Tal comitiva, que recorrió durante varias horas las principales
calles de la ciudad, ilustró –dice Sigüenza-,
el agradecimiento que sentían los indígenas hacia
los clérigos por haberlos sacado de las tinieblas de la barbarie,
y haberlos conducido a las luces del cristianismo, entendiendo a
éste como sinónimo de civilización y salvación.
Sin embargo, la lectura bien podría ser otra, pues también
se diría que el recuperar su pasado, tanto chichimeca como
mexica, es una manifestación del orgullo de los indígenas
y una forma de hacerse valer ante el conquistador y dominador español
al señalar la predilección que la madre de dios, en
su advocación de Guadalupe, tenía por ellos.
Continúa...
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