ACTUALIDAD DE LA MORAL PROVISIONAL DE DESCARTES (Cont...)

3 máxima moral

“Mi tercera máxima consistía en aspirar a vencerme siempre a mí mismo antes que a la fortuna, y más a procurar cambiar de deseos a que el orden real del mundo se trastornara para dar cumplida satisfacción a mis veleidades. Y en general, a acostumbrarme a creer que no hay nada que esté enteramente a nuestra disposición más que nuestros propios pensamientos; de modo que pudiera considerar que todas las cosas exteriores han de considerarse como absolutamente imposibles de conseguir debido a que sólo nuestros pensamientos nos pertenecen. Esto me impediría desear nada de lo que estaba fuera de mi alcance y con ello mantenerme contento, pues si nuestra voluntad no se inclina a querer más que aquellas cosas que nuestra razón le presenta como posibles de alcanzar, es indudable que si consideramos todos los bienes exteriores a nosotros totalmente fuera del alcance de nuestro poder, no sentiremos ni lamentaremos la carencia de ninguno de ellos, de la misma manera que no nos lamentamos o no sufrimos porque no poseemos los reinos de la China o México.
Y haciendo de la necesidad una virtud, no desearemos estar sanos estando enfermos, o ser libres estando en prisión, más de lo que deseamos tener cuerpos de una materia tan pura como el diamante o alas para volar como los pájaros. Confieso, no obstante, que es necesario un largo ejercicio y una meditación frecuentemente reiterada para acostumbrarse a mirar las cosas desde este punto de vista, y creo que en esto consistía, principalmente, el secreto de aquellos filósofos que, en otro tiempo, pudieron sustraerse al imperio de la fortuna, y que, a pesar de los dolores y la pobreza, llegaron a ser completamente felices. Considerando constantemente las limitaciones impuestas por la naturaleza, se persuadían perfectamente de que nada estaba en su poder más que sus propios pensamientos y esto les bastaba para impedirles sufrir alguna afección por las cosas exteriores. Y disponían de sus pensamientos tan perfectamente, que se creían así más ricos y poderosos, más libres y felices, que ninguno de lo demás hombres, quienes no pensando de esta manera, por muy favorecidos de la naturaleza y de la fortuna que puedan ser, nunca tienen todo lo que desean”.

Han pasado más de 350 años desde que el maestro Descartes dejara de existir. Sin embargo, pareciera que esta tercera máxima la hubiera escrito un pensador de la actualidad. Basta un breve análisis para darse cuenta de que, en efecto, los hombres de hoy continúan viviendo espiritualmente de la misma manera que lo hacían los hombres del tiempo de Descartes. Esto se hace aún más evidente cuando nos preguntamos, ¿por qué sufre el hombre común de hoy?. Sencillo: porque las circunstancias en que el hombre se desenvuelve no se dan exactamente como él las desea; es decir, porque pretende que para ser feliz, es necesario que el mundo y su circunstancia se adapten totalmente a sus deseos. Pero, si ocurren de otro modo, es suficiente para sentir la vida pesada y digna de ser sufrida.

Esta tendencia generalizada de variar el estado de ánimo según ocurran las cosas en el mundo, se relaciona de manera directa con un concepto manejado por un pensador contemporáneo, el filósofo español Ortega y Gasset, quien dice que, en su tiempo, a principios del siglo XX, el hombre vivía totalmente alterado y que esa alteración era una de las razones por las cuales el mundo se encontraba sumido en conflictos tan terribles como las guerras extendidas en la mayor parte del Orbe pues, en este estado de alteración, el hombre pierde su atributo más esencial que es, nada menos, que la posibilidad de meditar, de recogerse dentro de sí mismo para ponerse de acuerdo consigo mismo y precisar qué es lo que verdaderamente se estima y qué es lo que realmente se detesta.

Más precisamente, ¿a qué se refiere Ortega y Gasset con este concepto de alteración? Vivir alterado significa que es el contorno externo lo que gobierna la vida del animal (y del hombre, por cierto); que la manera en que ocurren las cosas externas a él, lo traen y lo llevan como una marioneta. En otras palabras: “Que él no rige su existencia, no vive desde sí mismo, sino que está siempre atento a lo que pasa fuera de él, a lo otro que él. Nuestro vocablo otro no es sino el latino alter. Decir, pues, que el animal no vive desde sí mismo sino desde lo otro, traído, llevado y tiranizado por

o otro, equivale a decir que el animal vive siempre alterado, enajenado, que su vida es constitutiva alteración” (Ortega y Gasset: 116).

Por desgracia, en la actualidad esto no ha cambiado. Nos atreveríamos a decir que una gran mayoría de los seres humanos de hoy, continúan viviendo totalmente regidos por circunstancias externas a ellos y que su estado de ánimo depende totalmente de lo que ocurre a su alrededor. Por ejemplo, cuando a alguien se le pregunta ¿cómo te fue el día de hoy?, sin duda, la respuesta dependerá simplemente de cómo se le hayan presentado las circunstancias en el transcurso del día y será un día bueno si ocurrieron de la forma en que la persona las esperaba y malo si ocurrieron de manera contraria. El hombre vive totalmente al pendiente de lo que el otro diga u opine de él. Vive, de manera cotidiana, en una constante búsqueda de la aprobación social y una constante fuga del rechazo de los demás. Ahora, en lo que toca a las cosas o circunstancias externas ocurre lo mismo. No hay un solo día en la vida de los hombres que no dependan de ellas para sentirse bien o para sentirse mal. En otros términos, viven completamente alterados, queriendo que el orden real del mundo se dé exactamente como ellos lo desean para poder sentirse a gusto con su vida.
Todas aquellas cosas que el hombre de hoy llama problemas o dificultades y por las cuales hay tanto sufrimiento en el mundo, no son más que circunstancias que frustran sus expectativas, que no ocurren como a él le hubiese gustado que ocurrieran. Cuando alguien pierde un trabajo, cuando otro reprueba una materia, cuando se muere un ser querido, cuando alguien sufre un accidente, cuando una persona pierde el amor de otra, etcétera, todo eso son simples circunstancias del mundo que ocurren, de manera natural, de una forma, pero que a los hombres no les agradan porque las esperaban de otra. Eso es vivir alterado y queriendo que el orden real del mundo se trastorne para dar cumplida satisfacción a los deseos del hombre que hoy son unos y mañana ya son otros.

Esta tercera máxima de Descartes es excelente porque sencillamente nos sugiere todo lo contrario: Yo soy el que debo de cambiar, el que debe pensar de otro modo con respecto al mundo. El mundo siempre está bien, yo pienso mal. Necesito vencerme a mí mismo para aceptar que las circunstancias del mundo ocurren siempre de un modo y que en mí está el aceptarlas de buen grado o rechazarlas con sufrimiento. Por supuesto que esto no es obstáculo para que, antes de que ocurran, pueda yo tener alguna influencia para que sucedan de una forma más o menos deseable para mí pero, en las que ya ocurrieron de un modo determinado, no tengo por qué estar deseando que hubiesen ocurrido de otra manera, ni por qué arrepentirme porque no hice nada para que ocurrieran como yo lo deseaba. En términos reales, Descartes nos sugiere con esta máxima que el hombre debe vencerse a sí mismo con respecto a la manera de traducir una circunstancia de la vida y pensar que así como ocurrió esta bien, y no estar queriendo que el mundo se convierta en una realidad que sea el reflejo de otra, dictada desde el fondo de sus propios deseos o apetencias. El mundo, pues, no tiene por qué ser totalmente agradable a mis ojos, ni a mis oídos, ni a mis deseos, pero yo puedo, si así lo quiero y logro vencerme, hacer que sea agradable en la medida en que piense que todo obedece a un orden real de acontecimientos y circunstancias que no dependen absolutamente de mí.

Todo esto se complementa con esta hermosa afirmación cartesiana: si nos persuadimos de que nada hay que esté enteramente en nuestro poder más que nuestros propios pensamientos, que sólo éstos nos pertenecen, nuestra voluntad se inclinará a desear sólo aquello que nuestra razón considere como posible de conseguir, pues si consideramos todos los bienes exteriores a nosotros como imposibles de obtener, no sentiremos la carencia de ninguno de ellos y, en consecuencia, tampoco sufriremos por no tenerlos.

Continúa...