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Lic.
José Rafael Blengio Pinto* |
Claudio Monteverdi
(Cremona, 15 de mayo de 1567- Venecia, 29 de noviembre de 1643)
es uno de los músicos más gloriosos de la historia
del arte occidental. Después de servir casi 20 años
a Vicente I Gonzaga, duque de Mantua, pasó 30 años
en Venecia como maestro de capilla en la basílica de San
Marcos, de la Serenísima República. En 1587 publicó
su primera colección de madrigales que le dio justa y amplia
fama, a la que siguieron ocho más, una de ellas póstuma.
El madrigal fue su personalísimo medio de expresión.
Sin embargo, sus aportaciones en el terreno de la ópera
fueron trascendentales y perdurables.
Monteverdi fundamentó
sus reglas en la verdad; huyó del diez superfluo y fue libre en su expresión
melódica, siempre con el ropaje adecuado. Su talento de orquestador,
su instinto para emplear voces y timbres, y para conseguir contrastes, sin
necesidad de efectismos, es notable. Organos de madera, citarones, flautas
de caña, clavicémbalos, violas de brazo, cornetas, dulzainas,
arpa barroca, virginal, regal, son aprovechados sabiamente por él en
su planta instrumental.
Declara enfático:
“La palabra debe ser señora y no sierva de la música”
y, para demostrarlo, lleva hasta sus últimas consecuencias el recitativo
dramático.
Con él cimienta
el drama lírico, extiende los intereses musicales, amplía por
medio de alusiones y asociaciones de ideas, el testimonio descarnado e inmóvil
de la poesía.
Monteverdi no busca ser
un revolucionario destructor que desecha porque sí, polifonías
ni riquezas acumuladas durante siglos. Sin embargo, no admite fosilizarse
en principios intangibles. Su drama, su música, debe ser un lugar de
encuentro.
A caballo entre dos siglos
y, lo que es más importante, de dos épocas, situado en una encrucijada
histórica de vital importancia para la cultura europea, estuvo en el
centro del huracán de una de las pocas revoluciones que ha experimentado
el lenguaje de la másica: el paso de la polifonía antigua a
la polifonía moderna. Él supo expresarse con igual soltura en
ambos estilos (la “prima prattica polifónica y la “seconda
prattica” monofonica), aunque aceptó resueltamente el reto de
la modernidad y se convirtió en el paladín del nuevo estilo
que, a través de Italia, se expandió pronto por toda Europa:
el barroco.
Como Caravaggio, dotó
a la nueva música manierista de un gusto por el detalle naturalista
y por la realidad sensible que aplicó incluso a los héroes de
la mitología o de la historia antigua: “Conmovió Ariadna
por ser mujer y conmovió, así mismo, Orfeo por ser hombre y
no viento”.
Como Rubens, al que conoció
indudablemente en Mantua, fue maestro de un colorido soberbio al servicio
de la capacidad de invención sin límites.
Y, como Bernini, supo
idear y construir grandes espacios sonoros sin perder la finura del adorno,
de la miniatura, del detalle exquisito, aunque apenas se perciba.
Maestro de la voz, madrigalista
eximio, compositor de canzonettas, arias, bailes, cantatas y de las primeras
óperas merecedoras de tal nombre, es autor, también, de conmovedoras
páginas religiosas y litúrgicas tanto a “cappella”
como concertadas, tanto a una voz como en el más grandioso estilo policoral
(son testimonio de tal afirmación las” Vespre de la Beata Vergine”
y sus innumerables misas).
Nadie mejor que él
tiene derecho a proclamar, a la vez que Orfeo, en su ópera de este
nombre, su sitio de cantor supremo, de liróforo celeste: “ Yo
la música soy que, al
dulce acento de amor, puede inflamar la más helada mente”.
* Docente
de la Facultad de Bellas Artes (Música).